Aunque la pobreza de los niños y niñas en los países ricos no se dibuja, salvo en los casos más graves o los colectivos más vulnerables, con el dramatismo con que se refleja en las naciones en desarrollo, es una realidad que les priva de sus derechos y de las condiciones necesarias para desarrollarse y avanzar en la vida, comprometiendo su presente y su futuro.
Ser un niño pobre en España no significa necesariamente pasar hambre, pero si tener muchas más posibilidades de estar malnutrido; no significa no acceder a la educación pero si tener dificultades para afrontar los gastos derivados de ella, tener más posibilidades de abandonar los estudios y que sea mucho más difícil tener acceso a los estudios medios o superiores.
Ser pobre no significa no tener un techo donde guarecerse pero si habitar una vivienda hacinada en la que no existen espacios adecuados para el estudio o la intimidad, y en que la que el frío o las humedades pueden deteriorar el estado de salud.
Ser un niño pobre en España no significa no poder acudir al médico, pero si tener problemas para pagar algunos tratamientos y acceder a prestaciones no contempladas en la sanidad pública.
Además, la pobreza puede afectar gravemente a las relaciones familiares y sociales.
La falta de ingresos y la tensión que esa situación genera puede deteriorar las relaciones de los padres entre sí y con sus hijos, debilita las expectativas personales y profesionales de los propios niños y adolescentes, y las de los adultos hacia ellos.
La pobreza sitúa a los menores de edad en situaciones de mayor riesgo de desprotección y, a su vez, hace más complicadas las relaciones sociales del niño o la niña con sus iguales generando, por ejemplo, sentimientos de vergüenza e inferioridad por no poder acceder a determinados objetos o servicios de consumo habituales, no tener dinero para salir con los amigos o no poder invitarles a casa.
Puede, incluso, exponerle a la burla de algunos compañeros por la ropa u otras pertenencias, o por la carencia de ellas.
Ser un niño o niña pobre supone, tanto para el propio individuo como para toda la sociedad, desaprovechar esa valiosa e irrepetible «ventana de oportunidad» que es la infancia en todos los ámbitos, en el educativo, en la salud, en el compromiso y la participación ciudadana y en las relaciones sociales y personales.
«La persistencia de la pobreza infantil en los países ricos representa una amenaza tanto para la igualdad de oportunidades como para el respeto de los valores compartidos por todos.
Por eso mismo, obliga a las naciones del mundo industrializado a poner a prueba sus valores y su capacidad de resolver muchos de los problemas sociales más espinosos que las aquejan».